Estaba allí como siempre, de pie, con sus pantalones de tergal de color indefinido, camisa blanca, chaleco de punto, la americana descolorida por el paso del tiempo, la boina bien calada, cachaba colgada del brazo, el cigarro irregular en la comisura de los labios y la mirada al frente, perdida al infinito, queriendo mirar los recuerdos. Estaba ciego.
Aquel hombre de campo, de los de toda la vida, que se había deslomado trabajando la tierra y cuidando ganado, castigado por la vida, como castigaba antes en los pueblos, esos pueblos de castilla. Desde joven se busco la vida, marcado por la guerra y después casi peor por la posguerra. La cara llena de arrugas, esas profundas que reflejaban todas sus vivencias.
Salía a la puerta de su casa y se quedaba al lado, de pie, pegado al poyo en el cual raramente su sentaba. Su casa estaba en el centro del pueblo, en la calle principal, con lo cual el paso de gente era frecuente. A su paso le saludaban y el respondía amablemente, buscando con esa mirada perdida y un poco desconcertada.
Yo en aquella época era un chaval, tendría 12 o 13 años, pasaba allí los veranos disfrutando de la libertad de estar en el pueblo, esa libertad de poder estar todo el día en la calle, en el campo, montando en bicicleta, jugando al frontón o haciendo alguna gamberrada propia de la edad. Tres meses allí, así pasaba que cuando regresabas a Madrid volvías hecho una "caballería".
Le veía a diario, mi casa estaba enfrente de la suya, según salía lo primero que hacia era saludarle, a el se le ponía una media sonrisilla en la cara. Salía corriendo a buscar a la panda y a ver que nos deparaba el día. Otras veces me acercaba el y charlábamos, me encantaba el escucharle, te contaba mil y una historia, unas serian verdad, otras exageradas y alguna serian inventadas, pero eso si, sabia como mantener tu atención. Aquellas historias de su boca eran otra cosa, muchas veces te parecía que las vivías. Te contaba historias de su vida, de como se las tubo que apañar para pasar menos hambre, de las labores del campo y sobre todo de su gran afición, la caza. Yo siempre he dicho que ha sido uno de mis maestros cinegéticos.
Oírle como iba de espera, las querencias de los animales, como se hacia la munición, dado que en aquellos años no había mucha pólvora, como fundía plomo para hacer los perdigones, como cuando no tenia plomo metía guijarrillos para que hicieran de proyectiles, como alguna vez se tuvo que esconderse de los civiles, aquel cartucho que casi le revienta la escopeta o aquel otro que casi sin hacer ruido mato la pieza. Y allí me tenías a mí, embobado escuchándole sin decir ni media palabra, dejando correr mi imaginación, casi me imaginaba al lado suyo cuando le habían pasado aquellas cosas.
Así pasábamos el rato, que a mi me parecían minutos y alguna veces eran horas. Solían acabar cuando mi abuela, que de ella ya contare, salía a la puerta y levantado un poco la voz me decía: Fernando a comer.