Caminaba siempre recta y con esa cadencia que la daba un aire especial. Su paseo era siempre seguido por mil miradas atentas a cada movimiento. Su elegancia era natural, manaba en ella sin necesidad de forzarla.
Esmeralda, que así se llamaba, era hija de un acomodado comerciante. Morena, esbelta, con las curvas justas, siempre con esa sonrisa en la cara, la piel blanca, los ojos negros y esa naricilla respingona. No se le conocía novio formal aunque pretendientes no le faltaban, siempre había varios jóvenes mariposeando por la puerta de su casa.
Su vida era de lo más sencilla y normal, solo se le veía cuando iba a misa y para hacer compras. No se le veía en fiestas, cafés, romerías o demás acontecimientos sociales. El único exceso que hacía era presidir una mesa el día de la banderita.
Durante 15 días al año se iba a un balneario de la provincia de Santander a tomar unas aguas que decían que eran muy buenas para el reúma. Sin la compañía de su madre partía en el autobús cada 10 de Julio, con cara de apenada y compungida se despedía por la ventanilla de su familia. Tenía que ir hasta Madrid para coger el tren. En aquel trayecto la cara le iba cambiando y se iba transformando en una media sonrisa picarona.
A su llegada a la capital cogía un taxi y se dirigía a un hotel de la Calle Velázquez. ¿Que había cambiado? ¿Y su viaje a Santander?
Al entrar el recepcionista la saludaba como a una clienta que se conoce de hace tiempo, le dio la llave de una habitación y llamo al botones para que se encargara del equipaje, mientras le decía: Buena estancia Mrs. Anne. Mientras se dirigía al ascensor aquella mujer parecía otra, sus aires habían cambiado y ya no era la mujer normal de hace 2 horas.
1 comentario:
Me encantan sus historias querido amigo, engancha desde la primera frase, ansiosa espero la segunda parte, lindo día saludos y abrazos desde la distancia más corta.
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